2 de diciembre de 2011

Fiesta privada - Cuento

Entró modelando por sobre el suelo de polvo rojo, adornado con los cráteres que dibujó el tiempo. Buscó la figura que le devolvería el éxtasis, la entrada al cielo. El ventilador de aspas largas, que alguna vez fueron blancas, giraba con cansancio. La canción hablaba de unos tipos de un carro que llevaba las llantas repletas de marihuana. Las sillas de metal le recordaron las batallas de lucha libre en la tele, donde el Vengador doblaba una y la dejaba caer sobre la espalda del Enmascarado. Vio el muñequito negro, crucificado en la madera con un chinche, y el mensaje que habría enorgullecido a algún gracioso: “El Orinoco”, como si no fuera suficiente con el aroma dulce y agrio de los orinales. Se sentó y descargó todas las penas que torturaban su estómago. Vio el paraíso en el cubículo garabateado, vio la entrada al infierno en el dispensador sin papel.


Buscó en la mochila con qué escupirle la cara al diablo. Las hojas de la agenda, una carta de su novia, el recibo de pago del semestre. Siguió escarbando con la mano ciega. Ahí estaba su boleto de lotería, el periódico que una muchacha vestida de verde le ofreció en la mañana. Lo pagó por lástima al verla camuflada en su disfraz de astronauta en medio del calor endemoniado.

Salió satisfecho. Pensó en pagar la cagada comprando una cerveza, pero cambió de idea. Fue a la salida y encontró la puerta cerrada con doble seguro. Se acercó al tipo del mostrador, que por cuarta vez desde que llegó, repetía la canción de las llantas repletas de marihuana.

–Viejo. Necesito salir. La puerta está cerrada con llave.

–Las llaves las tiene el doctor - le señaló la única mesa ocupada -.

Se acercó a la mesa, todos lo miraron con curiosidad. Un viejo con camiseta ombliguera, un tuerto y cuatro pechugonas de ropa ligera.

–¿Usté quién es? - preguntó el viejo -.

–Señor, necesito salir.

–Le pregunté que usté quién es.

-Me llamo Francisco, solo quiero salir – y le tendió la mano -.

–¿Lo limpio patrón? - preguntó el tuerto -.

–Ya limpió a uno, tuerto, deje así - y dirigiéndose a Francisco - estamos en una fiesta privada Pachito. Las llaves se las llevó la mujer. Mientras viene, siéntese mijo y se toma una cerveza…

–Qué pena, pero es que me están esperando.

–Salado mijo, ya le dije que las llaves se las llevó la mujer. Siéntese. Mire, le presento a… ¿Cómo es que se llama usté?

–Clarisa, don Emiliano.

–Mariza… Siéntese mijo, no se haga de rogar.

–No señor, disculpe… es que ya es tarde y mi mamá me espera en la casa.

–Siéntese mijo –dijo el viejo tanteando la silla vacía a su lado–. No se vaya a hacer acostar.

El tuerto se levantó la camiseta, dejó relucir un revólver. Las pechugonas sonreían y lamían coquetas sus bombones. Francisco las miró sin esperanza. Clarisa miró a cualquier parte, sin prestar atención. Francisco se sentó junto a la pared donde había un cartel añoso de un puente. El viejo tenía un bigote que parecía cepillo de ropa, pantalones cortos y unas sandalias plásticas de mujer.

–¡Eso sí, mijo! – celebró el viejo –. ¿Cuántos años tiene Pachito?

–24.

–¿Mijito estudia?

Francisco asintió. El viejo destapó un bombón y lo chupó varias veces y se lo pasó. Francisco se negó, alegando padecer diabetes. Buscó en los alrededores alguna ventana que no tuviera barrotes. Estiró torpemente la pierna y tocó algo blando debajo de la mesa, demasiado blando para ser la pierna de una damisela. El miedo y la curiosidad lo invadieron. Inclinó la silla hacia atrás, fingiendo estirar los brazos y entre el claroscuro, vio la sangre. El viejo lo miró con codicia, chupando su bombón, dándole vueltas mientras le mostraba un hueco entre dos dientes.

–Se puso de muy machito y el tuerto lo limpió – dijo –. Siéntese aquí mijo – agregó mientras se tanteaba una de las piernas-.

Francisco se levantó dando un golpe sobre la mesa. Una chispa de valentía y dignidad le hizo cosquillas en la cabeza. El tuerto sacó el revólver.

–¡Hágale caso al patrón, pero es rápido, o lo limpio!

Francisco vio el cadáver bajo la mesa. Clarisa miró a cualquier parte, esforzándose por evitar su expresión de conejo. El joven se sentó con gesto abstracto, buscando una mirada. El viejo lo abrazó, él sintió el bigote de cepillo haciéndole cosquillas en el cuello.

–Tranquilo mijito… no se me asuste que si se porta bien, esta noche ustéduerme conmigo. ¿Oyó?

Francisco estuvo a punto de vomitar, su mirada encontró la de Clarisa, que en medio de balbuceos, intervino:

–Don Emiliano –dijo–, venga yo le mojo la vara que ya se me aguó la boca.
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Publicado en www.ricardodelgado.com.co

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